Lluvia

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Rulfo definió esta región como un llano en llamas. Tierra seca y acalorada, con las costras sobre la piel como en espera de lluvia y jabón.
La lluvia comienza a mediados de junio. Y llega con una fuerza indómita, cargada de viento y desastre.
Las coladeras se llenan de azolve. Los cristales de las casas ceden e incumplen su propósito: el agua se cuela como en reclamo de algo. Las casas se humedecen y encharcan. En ciertas zonas, el agua se acumula y entra a las salas y cocinas echando a perder muebles, electrodomésticos, alfombras…
La ciudad entra en caos. Revela su deficiencia urbana. Los ríos vuelven a ser ríos: buscan su cauce desentubadamente.
Los semáforos producen cortocircuitos y se multiplican los choques de los coches. Algunos se dejan llevar como barquitos de papel, río abajo. Las banquetas se ahogan y las calles se inutilizan a ratos.
El agua se lleva la basura hasta las alcantarillas. Los desagües se tapan. La creciente se fortalece e impide el paso de peatones y de automóviles. Las calles son territorio desastroso.
La vida cotidiana atraviesa una crisis. Los retardos al trabajo son comunes. Los autobuses escasean. La gente enferma. La luz eléctrica va y viene, truena televisores y computadoras. Los perros ladran. Los pájaros buscan cobijo sin decir ni “pío”. Los gatos se adueñan de los armarios.
Es temporada de lluvias.
Nadie tiene ropa suficiente ni apropiada. Un impermeable que no evita el frío; una chamarra calurosa. Los trajes se echan a perder. Los zapatos se aflojan y afean. Los peinados se estropean. Las mujeres se recogen el pelo; los hombres se lo pegan al cráneo. Junio se siente adentro de los calcetines y debajo de la ropa interior.
El trabajo se desarrolla con incomodidad y fastidio. Las cosas salen mal. La gripe se contagia con la mirada. Los estornudos se repiten como un himno nacional. El café no basta. La temporada se vive bajo la amistad con el paracetamol.
A las doce del día sale el sol. Los calcetines se secan adentro de los zapatos. Las cabezas se esponjan en la forma de los pelos hirsutos. La chamarra estorba. El paraguas es un instrumento de estorbo.
El calor sube desde el pavimento con un regusto de mal humor. Ojalá lloviera, pensamos.
Justo al subir al coche o al camión, después de una jornada difícil, las nubes se cierran y ennegrecen.
La lluvia azota como una maldición.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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