Línea 12

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Metáfora de nuestra estructura política, el colapso de la Línea 12 demostró que las buenas ideas no bastan para dotar a los mexicanos de la seguridad básica. La mala suerte confabula contra nosotros. Es parte de nuestra idiosincrasia. Todo por no tener un automóvil (aunque estremece la imagen del coche color vino al que le cayó encima la ballena de concreto; un segundo antes o después habría librado el percance; el conductor aún tuvo tiempo para agonizar mientras los curiosos y los bomberos y su mujer lo alentaban –le infundían aliento– inútilmente). Veinticinco muertos entre pasajeros y transeúntes. Veintiséis y un desaparecido son la cifra de la sorpresa con que la alcaldesa Scheinbaum declara y se excusa y se esfuerza para no aparentar su desconcierto. En una tragedia así, los afectados reclaman un culpable. ¿Marcelo Ebrard, Jefe de Gobierno cuando se construyó la línea? ¿Florencia Serranía, la actual Directora del Metro? Todos y nadie. Especialistas en la práctica del “te lo dije”, los indignados difunden fotografías de las ballenas pandeadas que nadie atendió. Durante su gestión, Miguel Ángel Mancera había clausurado la línea por reparaciones inciertas cuyos resultados se desconocen. El mantenimiento es una actividad muy poco espectacular. No sostiene gobiernos ni inclina la balanza electoral. Su invisibilidad es garantía del éxito: si no hay tragedias, está correctamente aplicada. Pero no es el caso (como bien lo sabe Enrique Dau Flores, q.e.p.d., Presidente Municipal de Guadalajara el 22 de abril de 1992, cuando explotó el drenaje a causa de la gasolina huachicoleada, que le valió una injusta temporada de chivo expiatorio en la cárcel). El siniestro se aprovecha para hacer política. La oposición señala, se cuelga de las vías, exige… Mientras el gobierno de la ciudad contrata especialistas extranjeros para investigar la causa, gana tiempo para diseñar una estrategia política a unas semanas de las elecciones intermedias. El Presidente de la República manda “al carajo” (sic) las prácticas del pasado, envía bendiciones a los deudos y promete su presencia cuando la situación lo precise. Los familiares y los espontáneos llenan de veladoras las puertas de ingreso de la Línea 12, frente al derrumbe de la vía. Organizan marchas nocturnas de la indignación. Redactan consignas con faltas de ortografía y fotografías de los muertos; una banda de guerra toca piezas doloridas y un coro adolescente completa la elegía. El tránsito se aprieta a base de conductores curiosos rumbo a Tláhuac y agentes de tránsito cuya impecabilidad encuadra mejor los reportajes televisivos. Tenía que ser Tláhuac, dios del agua en una ciudad acuática, de ajolotes y “chinampas en un lago escondido” (Guadalupe Trigo dixit), “cenzontle que busca en donde hacer nido, rehilete que engaña la vista al girar…” Los vecinos fueron los primeros voluntarios: repartieron pan y retiraron concreto; auxiliaron a los lesionados y rezaron por los muertos. Ciudad acostumbrada al llanto. Las declaraciones son confusas; los reportajes, morbosos. Las opiniones en la punta de la lengua: todos tienen algo que decir, un culpable al que acusar y una causa que imputar. El peritaje demostrará que el mantenimiento es una costumbre extranjera.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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