Las emociones escolares

 en Alma Dzib Goodin

Alma Dzib-Goodin*

Siempre que pregunto a un padre, en cualquier ciudad de América Latina o los Estados Uni-dos, si sus hijos disfrutan de la escuela, usualmente responden que no, que la escuela no se disfruta, se sobrelleva. La respuesta usualmente es la misma cuando se le pregunta a un adul-to si disfrutó su día de trabajo, a lo que no dudan en decir que el trabajo es sólo trabajo, usualmente no se disfruta.
Es entonces que me siento tan afortunada de hacer aquello que me gusta y por lo que me pagan, pero al parecer, no es la regla, pues la mayoría de la gente sólo ve con gusto el final del día, y al parecer hemos contagiado a los niños con esa actitud pesimista de ver la vida: haz lo que tengas que hacer y sólo trata de sobrevivir a ello.
Analizando las circunstancias, es fácil entender el por qué los niños no ven motivación más allá de disfrutar a los compañeros que los hagan sentir bien o algunas actividades esco-lares. En parte es porque comenzamos muy pequeños, sin una idea de lo que es eso de ir a la escuela pues, sin mucho aviso, resulta ser que será a lo que dedicaremos los mejores años de nuestras vidas, no tenemos derecho a decir que no, quizá un día decimos: quiero ir a la escuela, y entonces, papá regresa con una mochila, me toma la foto y me manda, ¡nos es im-puesto, por una sociedad que no sabe que otra cosa hacer con sus niños!, lo que implica que debemos aprobar los filtros socioculturales que miden nuestras aptitudes y afinidad con el grupo, por lo que los niños son segregados y han de aceptar las condiciones al que cada gru-po se deba someter.
El grupo de los listos, tienen ciertos privilegios, por ejemplo, el maestro los molesta menos, pero los compañeros del grupo de lo que no cumplen el estándar, los molestan más. Quienes no cumplen el estándar, además deberán navegar a contracorriente de todo y de todos, padres, maestros, compañeros, y si además de ello tienen alguna diferencia en su es-tatura, su rostro, el color de su piel o de su cabello, un trastorno del aprendizaje o motor, ten-drán por siempre su etiqueta de especial, que significa: especialmente apto para ser molesta-do.
En medio de las tribulaciones sociales, se nos dice todo el tiempo qué hacer, cómo ha-cerlo, cuándo hacerlo, y si no le gusta al maestro o si la mosca pasa, se ha de hacer de nuevo, pero con doble margen. No importa la opinión del alumno, o su capacidad para analizar la si-tuación, lo mejor es mantenerse en los parámetros impuestos.
Cuando algo nos llega a gustar, (pues la curiosidad infantil se niega a morir hasta que recibe su primera tunda por no atender al maestro y traer malas notas a casa) resulta ser que el sistema lo va a complicar. Me gusta leer, pero no leer lo que yo quiero leer, sino lo que otros dicen que debo leer, y mantenerme siempre en la idea de que la lectura se comprende sólo si se está de acuerdo con lo que pide el maestro. Cualquier otra opinión sobre el texto, es no sólo incorrecta, sino hasta malsana.
Por ejemplo, una novela debe ser vista en términos del contexto sociocultural y no de las pasiones humanas en las cuales los personajes conviven, mientras sobreviven a las tribu-laciones de sus circunstancias históricas.
Eventualmente, la mayor emoción es salir corriendo de la escuela, disfrutar las vaca-ciones, excepto en aquellos casos en que las cosas en casa no están bien. En cuyo caso, cuando se compara la miseria escolar, con la familiar, al menos la escuela tiene espacios de refugio, en los amigos, aun cuando no sean resguardos para la violencia.
Si no pertenezco al grupo correcto, la violencia de los compañeros no tarda en pesar sobre alguien. Nos reímos de lo que me disgusta, de lo que es diferente, de lo que está en-frente, de quienes creo que quizá pudieran burlarse de mí, y antes de que suceda, lo expre-so.
Me burlo de los maestros, porque los padres dicen pestes de ellos en casa, me burlo de las autoridades, de los enfermos, de quien va a clase todos los días, de quien faltó ayer y no pidió la tarea, de quien hizo toda la tarea, de quien no tiene un lápiz. Me burlo como res-puesta a la frustración de estar en un espacio por obligación y no por gusto, donde mi único trabajo es quedar bien con el maestro en turno. Los años escolares se reducen a que otros aprueben lo que hago sin importar si lo disfruto o no.
La mayoría sobrevive a todo eso… un día se abre la puerta y se nos dice: ¡eres libre!, y pensamos: ahora puedo hacer lo que yo quiera y buscar un empleo donde pueda ser exitoso.
Sólo que, en nuestra lucha por sobrevivir en los ambientes escolar, la educación olvidó enseñar un aspecto importante que hace falta en los centros laborales: no nos dijeron que muchas veces no hay alguien detrás evaluando todo lo que hacemos, se nos paga por tomar decisiones, por resolver problemas y si no cumplimos con ello, volvemos a la vida miserable donde sabemos que nuestro espíritu fue roto, sin que nos fuera permitido decidir si quería-mos iniciar la escuela.
De ahí que cuando se piense en cambiar la educación, debería pensarse menos en términos administrativos o de planes y programas de estudio, sino en las vidas miserables que por generaciones han sido dañadas en pro de lo que la sociedad piensa que es lo mejor para sus hijos.

*Directora del Learning & Neuro-Development Research Center, USA. alma@almadzib.com

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