La interculturalidad: tarea que seguirá (y seguirá) pendiente

 en Marco Antonio González

Marco Antonio González Villa*

El tema de la interculturalidad no es nuevo, sin embargo, pareciera que lo es. A lo largo de las últimas décadas ha sido un tema presente en diferentes agendas políticas, donde hemos podido apreciar diferentes enfoques en la forma de concebirla y abordarla que, lamentablemente, no han ofrecido resultados como se esperaba.
Un primer error consiste en la forma en que se maneja la semántica del concepto cultura. Lejos de malentendidos y acepciones sin fundamento, es necesario entender la cultura como las costumbres, tradiciones, normas y significaciones que un grupo de personas comparten y regulan su vida, dándole así un sentido amplio y con una connotación de vinculación.
Otro de los errores principales, tal como ocurre en otros contextos, es confundir el uso del multi y el inter (como ocurre también cuando hablamos de multi o interdisciplinas). La multiculturalidad es algo que se puede asumir y que puede apreciarse incluso empleando sólo la percepción, en tanto que la interculturalidad refiere a formas de interacción y convivencia entre culturas diferentes. Y es aquí que empieza la complicación de la interculturalidad.
Históricamente, por cuestiones económicas, de raza o de religión principalmente, algunas culturas han asumido que son mejores que otras, como muchas culturas europeas, lo que propicia que se sientan con el derecho de minimizar, menospreciar o, incluso, exterminar a una cultura diferente, dicen algunos teóricos latinoamericanos.
Esta situación, la hegemonía cultural asumida, sigue presente en diferentes esferas y, otra vez, se sigue pensando erróneamente que desde la escuela se va a arreglar un problema que desde lo político y lo social no se ha hecho nada. Así, se han implementado enfoques como la educación asimiladora, la educación compensatoria o multiculturalismo liberal, educación para diferenciar o biculturizar, educación para la diferencia, la educación para transformar, educar para empoderar, educar para interactuar, o, de las más recientes, educar para descolonizar, entre otras propuestas; teniendo, cada una, filosofía y una forma de entender la ética y, de paso, la interculturalidad sigue sin darse. La situación se torna obvia si pensamos que lo lógico, lo obvio, para que pueda darse la interculturalidad es precisamente que convivan e interactúen diferentes culturas, lo cual, en términos reales, no se vive en las aulas en lo que se refiere a etnias o clases económicas. Por tanto, en el distanciamiento social establecido entre estas culturas, habrá siempre la infortunada posibilidad de que una cultura, básicamente la de clases privilegiadas, sigue presentando y manifestando su idea de hegemonía y con ello el fracaso de la intercultura. Si a eso le agregamos la postura no conciliadora y poco o nada intercultural en el discurso del ejecutivo, es un hecho que seguirá siendo materia pendiente y, por ende, permanecerá el fracaso de su instauración; no por culpa de la escuela, el fracaso es social y, aunque no se asuma, político.
Como muchas otras situaciones, la interculturalidad acaba siendo una cuestión personal, de postura ética personal, de formación en casa, de respeto por la diferencia, en donde la escuela apoya, pero no determina necesariamente, ¿o es nuestra responsabilidad como docentes? Se vale polemizar.

*Doctor en Educación. Profesor de la Facultad de Estudios Superiores Iztacala. antonio.gonzalez@ired.unam.mx

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