La confianza depositada

 en Rodolfo Morán Quiroz

Luis Rodolfo Morán Quiroz*

Al menos, el beneficio de la duda. Lo que sí es frecuente es que consideremos que hay ocasiones en que vale la pena confiar en alguien, ya sea porque le precede una historia de prestigio en las acciones que ha emprendido, o porque presenta una imagen de persona honrada y respetable. A veces esas historias vienen de personas en las que confiamos desde antes. Y como hemos depositado nuestra confianza en esas personas, les creemos si nos señalan como confiables a otras personas. Tal es la lógica de los avales y los testigos. Quizá el dueño del inmueble a rentar no conoce a su nuevo inquilino, pero tiene la seguridad de que alguien firma solidariamente en caso de que esa persona desconocida no pague a tiempo sus deudas. Y los testigos tienen al menos un historial confiable o un historial en el que no se les ha señalado que existan fallas.
En la selección entre opciones vocacionales hay quien se guía en los ejemplos de sus ancestros o en las palabras de otros profesionistas que se dedican a esa disciplina. Algunas personas confían en las recomendaciones acerca de lo que vale la pena estudiar. En algunos casos con el apoyo en diagnósticos que se basan en que creamos que esas preguntas que nos hacen ayudan a enmarcar y delimitar lo que se supone que haremos cuando estudiemos esa disciplina y, años después, cuando la practiquemos profesionalmente. Confiamos en que las pruebas que nos aplican sirven de algo al decirnos para qué servimos nosotros.
En el aula, solemos confiar en que si alguien imparte determinada asignatura es porque la maneja suficientemente y en que alguien lo contrató para dar ese curso porque confiaba en que lo daría adecuadamente y hasta confiamos en que el docente tiene la suficiente confianza en su experiencia y en su manejo de la disciplina como para recomendar, a su vez, lecturas, actividades y secuencias de acciones que nos ayudarán en el camino de convertirnos en expertos en la materia.
Sin embargo, hay algunas ocasiones en que, como en las decepciones amorosas, nos decepcionamos de los docentes, o estos de los estudiantes: confiábamos en que las cosas serían de otro modo. Y nos sentimos obligados a retirar la confianza que estaba ahí depositada. Ya no confiaremos en que la lectura que el supuesto experto recomienda sea la más adecuada para consultar. Dejaremos de confiar en que el futuro pueda comportarse como esperaríamos de una persona con experiencia en determinado campo. Suele decirse que incluso las medicinas que nos tomamos tienen efectos benéficos no sólo por lo que contienen, sino porque hemos depositado la confianza en quien nos las recetó. Y si perdemos la confianza en quien recomienda medicinas, lecturas o actividades, solemos dudar de la efectividad de los remedios y apoyos que nos sugiere.
Interpretamos la deserción como una muestra de que quien entró a determinado curso no era de confiar e incumplió su promesa de terminarlo. Pero también puede verse como una manera de expresar la pérdida de confianza del estudiante en los docentes, la institución escolar o el marco en el que luego se ejercerá profesionalmente lo impartido en esa materia. Es cosa de que los docentes confíen en que los estudiantes aprenderán y aplicarán lo aprendido. Y también de que los estudiantes confíen en que sus profesores les muestran los caminos más probados y eficientes para dedicarse a determinada disciplina. La confianza suele ser recíproca para que la enseñanza redunde en aprendizaje.

*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor del Departamento de Sociología del CUCSH de la UdeG. rmoranq@gmail.com

Comentarios
  • Ramon Escobar

    Hubiese sido más clarificante sí el análisis/descripción hubiese sido más cuantificable.

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