La autoridad exige educarse

 In Miguel Bazdresch Parada

Miguel Bazdresch Parada*

Autoridad, según el vulgo, es quien puede mandar, mandarnos, sin que medie razón. Autoridad, según el diccionario, tiene dos acepciones. Una es “Poder que gobierna o ejerce el mando de hecho o de derecho”. La otra, más abstracta, es: “Potestad, facultad, legitimidad”.
Otras definiciones ayudan a imaginar mejor quién o qué es la autoridad. Por ejemplo, la siguiente: “Prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”. Esta definición es muy interesante. El lector lo identifica fácil: La autoridad es algo que se “reconoce a una persona o institución”. No se refiere a un nombramiento como “X”. Tampoco habla de títulos, premios, libros, religión, partido político o familia. Además, ese “reconoce” es “su legitimidad”. Y ese carácter de esta definición la entiende como “calidad y competencia en alguna materia”.
Es interesante observar cómo el diccionario no cita la ley o las instituciones legales que pueden nombrar a una persona o a una institución para “ejercer autoridad” en un campo determinado y definido. Es decir, la autoridad no se consigue por un nombramiento. Así, se puede conseguir la plaza de una empresa, de una institución, de una oficina de gobierno, incluso de un pueblo completo, sin tener reconocimiento de legitimidad, calidad o capacidad… o de autoridad y saber para mandar.
No en balde los pueblos de este mundo han sufrido con “autoridades” incapaces de ejercer el mando o ejercerlo sólo para conseguir objetivos personales revestidos de satisfacción de demandas sociales. El invento democrático de la votación popular busca precisamente la legitimidad otorgada por la voz mayoritaria a un candidato al puesto de autoridad. Es un invento aún por demostrar que lo idóneo para la conducción de los asuntos públicos es la persona más votada por la población, mediante una encuesta de respuesta libre y secreta.
El sesgo democrático no permite distinguir la validez o no de la voluntad de un votante por causa de su saber acerca de la “legitimidad o su calidad y competencia” para gobernar. El voto del ilustrado vale igual que el voto del ignorante. De tal modo que la calidad de “autoridad”, eso que se reconoce a una persona…” es una suposición del votante y algo a demostrar después de la votación.
Se puede decir que no hace falta que el votante reconozca a “X” como autoridad, pues la ley le ofrece el voto sin condiciones, salvo la mayoría de edad, para expresar su decisión por quien debe gobernar. Sin embargo, sí hace falta que el elegido pueda actuar con tal eficiencia y eficacia en la atención de los asuntos de gobierno, que se “gane” el reconocimiento y legitimidad de ser autoridad.
Hay dos “pegas” para el razonamiento anterior. Una es la diferencia entre lo logrado por la autoridad con su desempeño gubernamental y la idea generalizada de los votantes, o una parte de ellos, sobre lo que “debía hacer” la autoridad y lo realmente hecho por el gobierno del más votado. Esa diferencia más frecuente de lo aceptado le resta legitimidad al votado y, en casos extremos, lo obliga a retirarse del cargo o al menos tomar una decisión satisfactoria para los inconformes.
La segunda pega del razonamiento democratizante está en las acciones del gobierno para beneficiar al gobernante y sus cercanos, sobre todo si en medio de las decisiones hay “negocio” para ciertos segmentos minoritarios de la población y no para toda la población. Sabemos bien cómo se justifican tales decisiones no democráticas y causantes de la pérdida de legitimidad y reconocimiento de la autoridad del más votado, pues se va quedando sin respaldo a sus decisiones. Cualquier votante sabe si lo hecho por el gobierno le beneficia o no, y desde luego a quién sí benefició. Y la demanda de beneficios por parte de todos los estratos de una población es tal que no se puede satisfacer a todos, y al escoger, aun sin querer, se lastima a los no seleccionados.
En ambos casos antes expuestos estamos ante un abuso de autoridad, una forma autoritaria de proceder. El autoritarismo es el refugio del incapaz de decidir con base en necesidades y situaciones; y decide por simpatías o promesas de apoyos. El autoritarismo lo forja una persona o un grupo cuando decide con base en “soy la autoridad… y la autoridad no se equivoca”. En los hechos, ese autoritarismo revela miseria humana para vincularse y acordar con cualquier grupo o personas con demandas razonables y de beneficio comunitario y aun mayoritario en sí mismo.
La educación del pueblo es básica para evitar y enfrentar el autoritarismo. No para influir en una dirección política; sí para formar para las decisiones pensadas. No para relegar la política, sí para formar en la acción política informada y convencida. El autoritarismo es un cáncer. A la corta o a la larga lleva a la muerte de la democracia; por tanto, eduquémonos en democracia para formar un pueblo democratizador.

*Doctor en Filosofía de la Educación. Profesor emérito del Instituto Superior de Estudios Superiores de Occidente (ITESO). mbazdres@iteso.mx

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