Enfermos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Entre todas las desgracias que aquejan a los hombres, la de estar enfermo es una de las peores.
Aunque no es exclusiva de la edad, la enfermedad es un síntoma del paso del tiempo. Evidencia del desgaste de los cuerpos. Resultado de la intemperie de los vivos bajo la herrumbre del mundo. Nacemos con un número específico de latidos del corazón, de parpadeos, de pasos por andar, de respiraciones… La cantidad definitiva es cosa de la genética, de las circunstancias, de la suerte.
Un día, el cuerpo se niega a llevar a cabo funciones que antes realizaba de manera corriente. Los ojos se cansan. Las letras se ven borrosas. Los olores se confunden. Los huesos empiezan a doler y se rompen. La sangre deja de bombear suficiente oxígeno. Al estómago se le agotan los líquidos digestivos. La piel ya no resiste el roce del sol. La mente aprende a olvidar.
Se diría que la vejez es una enfermedad sistémica que obliga cuidados y precauciones, revisiones médicas, modificación definitiva de los hábitos. Entonces no salimos sin bloqueador embarrado en la cara, sin un bote de agua, sin treda o paracetamol.
Un signo inequívoco de la edad es cuando las enfermedades son el argumento de las conversaciones. Cuando el dolor de cabeza tiene matices y la dentadura aún incompleta requiere resanes. Cuando se reconocen los nombres de las pastillas y sus efectos curativos por experiencia empírica. Y, además, se recomiendan con testimonios fidedignos.
Los excesos aceleran el deterioro del organismo tanto como el sedentarismo. El punto medio lo ofrece una rutina supervisada de natación, el paseo inexcusable con el perro, la relación amorosa precavida, con jazz suave… Y los deportes reducidos al dominó de los jueves, el “Super Bowl” televisado, el torneo olímpico del sobrino karateca. La lectura ligera que prevenga el Alzheimer.
Las impresiones extremas se evitan por prescripción médica: el triunfo de la izquierda, la afonía de Arjona, la derrota de Argentina… Muecas sin lenguaje, gestos sin remate verbal. Las expresiones se limitan a la cordura.
Entre todas las precauciones, el mejor aliciente parece el gusto por la vida. El deseo de reír, de cantar, de abrazar… Sólo quien no ha muerto supone que la vida se garantiza a base de puras ganas. Todos tendremos oportunidad de comprobarlo.
Por lo pronto, la fiebre es la evidencia de la lucha del cuerpo. El aferre a la continuidad. Nadie demuestra más ganas de vivir que el que está enfermo. El que delira y se queja y se repone y se levanta de la cama. Nadie merece más la vida que el que lucha por ella con sus propias meninges, con su metástasis. Ése.
En la enfermedad, condena ineludible, se aprecia la tibieza del sol, el rosa de las petunias, el olor de un asado lejano. La salud regresará con su obviedad y desprecio. Sólo los enfermos practican la poética del ser.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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