Elevadores
Jorge Valencia*
Los elevadores son máquinas del tiempo capaces de transportarnos de un “aquí y ahora” a otro escenario, en cosa de segundos. Minutos, tal vez. Principalmente se inventaron para alivio de nuestras rodillas, situación que favorece la economía de una rótula delicada y una costumbre perniciosa.
Aunque existen torneos donde los competidores suben y bajan edificios de cien pisos a través de las escaleras de servicio, la comodidad del mundo contemporáneo redujo la milenaria tarea de subir y de bajar a la habilidad para oprimir botones y soportar con estoicismo la claustrofobia.
Existen personas con temor insano a los espacios cerrados que prefieren operarse las rodillas.
La experiencia de usar los elevadores es un acto que se disfruta o padece en forma colectiva. Al menos en sus inicios, nuestra civilización destinó la tarea a un operador capacitado que daba la bienvenida, recibía la solicitud de los pisos deseados por los usuarios y recitaba los ascensos y descensos con el profesionalismo con que los pilotos de los aviones comerciales anuncian el arribo a ciudades exóticas.
-Piso siete —decían—, Departamento de Caballeros.
Poco a poco, el elevador -como los coches- se convirtieron en un trance individual. Una cápsula de reflexión profunda donde el habitual espejo cuestiona culpas e induce arrepentimientos. Una forma de confesionario mecánico.
Cuando fallan, los elevadores garantizan la presencia de Dios. Los creyentes confirman su fe con la evidencia de la desgracia; los ateos descreen de sus convicciones empíricas. Por lo tanto, los elevadores son las cajas negras de la divinidad.
El 20 de septiembre se cumplen 170 años de la venta del primer elevador con freno, creación de Elisha Graves Otis. La fecha marca el inicio del uso cotidiano y seguro de este invento.
Los elevadores mecanizan lo que estamos impedidos para hacer: elevarnos hacia el cielo sin más esfuerzo que el aburrimiento. El límite para el ascenso es el ingenio humano. La persistencia. Y la fuerza para contrarrestar el temor de una falla.
Los elevadores con ventana hacia la calle permiten dimensionar los límites de nuestra civilización. Los ascendidos pueden observar desde los rascacielos las nucas y las costumbres de la muchedumbre atribulada por tareas que, en tal perspectiva, no se diferencian gran cosa de las hormigas.
Los elevadores demuestran una vez más que la tecnología, por más asombrosa que resulte, no reconstruirá nuestra esencia de seres que especulan, se trasladan y lo olvidan.
-Décimo piso: Departamento de Filosofía.
*Director académico del Colegio SuBiré. [email protected]