Dolor de cabeza

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

La evidencia más contundente de que estamos vivos es que nos duele la cabeza. Nos duele “la nuestra”. Nos duele porque tenemos. Para sentirlo se necesita tener cabeza y estar vivo. Y probablemente padecer una cruda.
Bajo un régimen abstemio, el germen puede estar en el novio malviviente de la hija o la empleada ingrata del jefe. El dolor de cabeza tiene denominación de origen.
Comienza con una preocupación. La permanente manía por los detalles que reconstruyen las imposibles causas de la animadversión que sólo la mala leche hace posible.
El dolor se presenta ante la falta de sangre y el exceso de conflictos. Los fluidos sanguíneos se restringen en la zona capital ya para entonces sobradamente ocupada por el estrés: esos duendes perversos.
Comienza como una molestia menor. La obligación de sonreír a quien no se traga. Molestia cuya persistencia pronto deja lugar para la franqueza de un dolor asertivo, sin inhibiciones que reprochar. Ciertas agujas que son cuchillos que son sierras dentadas.
El dolor de la cabeza inmoviliza por completo al cuerpo. Impide decidir con certeza, pensar con prudencia, emprender los quehaceres con la voluntad intacta.
El dolor es un asistente sin invitación a una fiesta. Viejo conocido intermitente. Se repele con paracetamol y padrenuestros en dosis equitativas. Si recurre, pueden ser los ojos que se esfuerzan e inventan lo que no ven. O el sueño que no se consiente a tiempo y suficiencia. O las obsesiones que taladran sin soluciones definitivas.
Todos empezamos al alba con un dolor de cabeza recién nacido, embozado detrás de la libertad, deseoso por mostrarse en el momento menos oportuno del día. La computadora excesiva es una puerta abierta para su manifestación. O la contaminación: la contingencia ambiental de la oficina. Los gritos de Dirección. El presupuesto errátil. La terquedad de un mundo sin opciones.
Invariablemente, la cabeza duele cuando falta regocijo y sobran pendientes. Cuando la nómina se disipa y la hipoteca se multiplica y las noticias se repiten trágicas y la primavera trae altas temperaturas pero bajas esperanzas.
A veces ayuda Manuel M. Ponce. Comprimir la espalda conta la frialdad del suelo firme y pensar en una palabra altisonante que empieza con “ch”, el armario detrás de la frontera de la cordura, adonde van a parar las cosas imposibles.
Y tomar agua.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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