Derrotas

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

No nos bastan los absolutos. Nuestra naturaleza hiperbólica nos invita al abuso de los superlativos. Al más allá de todo y un poquito más. Un mexicano nunca está contento sino contentísimo. No está triste sino demasiado triste. Nuestras emociones sobrepasan los límites de la exageración con la naturalidad de las excepciones acostumbradas. Una cultura que justifica su gozo gastronómico en la variedad y sutileza del picor de sus chiles, demuestra que la simpleza es una forma de la inexistencia. Y el mexicano aspira a existir y a refrendarlo con vehemencia: “¡Viva México, cabrones!”, es nuestro grito de guerra. Mientras el alma llanera del venezolano se contenta con expresar con modestia que nació en una ribera del Arauco vibrador, que es hermano de la espuma, de las garzas, de las rosas y del sol…, el mexicano presume que hasta la Virgen dijo que aquí estaría mucho mejor que con Dios. “Mucho” mejor. Entre otras cosas, nuestra obesidad infantil es una prueba de la predisposición que tenemos para el derroche.
Por otro lado, la excesiva declaración del arraigo cumple el cometido de un exorcismo. Como el perro que ladra para no tener que morder. Nuestro himno nacional significa una advertencia contra enemigos imaginarios que en realidad muy pocas veces –por fortuna– hemos tenido que enfrentar. Y en casi todos los casos, perdimos. La celebración del 5 de Mayo es una fiesta compensatoria. Si nos marcan un penal fantasma en un partido de futbol, nos indignamos e insultamos pero terminamos por aceptar la injusticia con resignación, bajo el precepto socrático de que es mejor sufrir una injusticia que cometerla. El 13 de septiembre celebramos a los Niños Héroes como una muestra antonomástica de la derrota.
Eso nos convierte en rencorosos químicamente puros. Estoicos con la dignidad de la resistencia. Podemos referir todas las veces que el destino confabuló en nuestra contra. “Si tuviéramos parque, ustedes no estarían aquí” (Pedro María Anaya)… “Es mejor morir de pie que vivir de rodillas” (Emiliano Zapata)… “El respeto al derecho ajeno es la paz” (Benito Juárez)… Frases que enaltecen la derrota y convierten a sus declarantes en incuestionables próceres. Como condición atávica de nuestra identidad, sólo cuando perdemos demostramos nuestra elocuencia. Perdedores, sí, pero con la inmarcesible dignidad de quien obedece el arbitrio de los dioses. Salvo excepciones honrosas que en rigor pondrían en entredicho nuestros genes, muy pocas veces hemos ganado algo verdaderamente importante. Por el contrario, perdimos la mitad del territorio; siempre hemos perdido en los Mundiales… Pero solemos ser (al menos en las penúltimas ediciones) los que mejor juegan y los autores de la Doctrina Estrada. Nuestra diplomacia marca la pauta excepto en el famoso grito homofóbico cuando despeja el portero contrario. Y sólo se grita si la impotencia nos embarga: cuando el marcador está en contra o nos pusieron un baile. Si la FIFA incluyera en su nómina investigadores serios, en vez de sancionarnos nos harían un psicoanálisis.
Muy en el fondo no jugamos para ganar ni vivimos para trascender. Nos gusta competir y ahí encontramos nuestro gozo. Somos los viajeros que Cavafis previó en su famoso poema del regreso a Ítaca: disfrutamos la aventura. La vida nos divierte y entretiene. Que otros carguen la miseria de la gloria.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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