Cotos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

En México, la seguridad adquiere la forma habitacional de un coto.
Quienes pueden pagar un costo sensato de mantenimiento más la hipoteca que no es un gasto menor, deciden mudarse a un fraccionamiento bordeado con alambrado eléctrico, vigilado por guardias privados que niegan o autorizan el ingreso de los visitantes según inciertos criterios de seguridad, entre ronquidos y mal humor.
Ahí, las ventanas de las casas no necesitan barrotes. Tampoco se requiere la instalación de una alarma ni las bardas disuasoras de las cocheras que ocultan la visión y complican la defecación de los perros.
Todo eso se sustituye por cámaras de vigilancia colocadas higiénicamente y personal uniformado que hace rondines en bicicleta. Excepto los perros para quienes cualquier lugar fuera de su propia casa es una invitación para vaciar sus entrañas, los vecinos suelen guardar la compostura, del tamaño proporcional al monto del mantenimiento. Saben que se observan sus movimientos y que todo acto infractor se verá reflejado en el pago mensual como resultado de multas y sanciones.
Los residentes tienen la ventaja de una casa-club adonde sólo asisten las visitas (ellos, casi nunca); una alberca donde se remojan otros y un ejército excesivo de jardineros que asumen su labor como un arte vengativo: todo el tiempo tienen algo que podar, algo que soplar, algo con que perturbar. Los únicos escándalos públicos, ellos los fustigan.
En vez de fraccionamientos armónicos donde los vecinos se besan cada que se cruzan entre sí, suelen ser lugares donde los rencores se exacerban y los odios se destiemplan. Los que no han pertenecido a la mesa directiva, pertenecerán pronto. De manera que el dinero de unos son otros los que lo malgastan.
Los reglamentos están redactados en el tono de una declaración de guerra: las paredes se pintan de blanco; las puertas se barnizan de café-chocolate; las cuotas se pagan antes del día 10…
Y los infractores se exhiben en el pizarrón del ingreso con saña y puntualidad irascible, de manera que los visitantes y los repartidores de pizzas se enteren, antes de cruzar las plumas, la clase de calaña a la que están a punto de tocar el timbre.
Las calles son reducidas y los coches desmedidos: las pick-ups rebasan las cocheras y quienes tienen más de dos vehículos propios, estacionan el tercero afuera. Así que los cotos siempre dan la impresión de que ahí habitan más residentes de los que caben. O que reciben más visitas de las que pueden atender.
Comoquiera, no son lugares aburridos: siempre existe alguien en quien enfocar las aversiones, sobre quien aventar los pelotazos o en cuyas banquetas sacar a defecar -como ya vimos- a los perros. La comunicación social siempre está envuelta entre moscas y coprofilia.
Los cotos privados tienen la ventaja de producir sus propias aversiones. No hace falta salir a la ciudad para vivir los matices de la violencia ni para beber los vasos de la mala leche.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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