Correr

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Desde que nuestros antepasados bajaron de los árboles y desarrollaron las piernas como forma de locomoción, correr se convirtió en una forma de la supervivencia. Huir de los depredadores definió la diferencia entre la vida y la muerte.
Se cuenta que el emperador Moctezuma comía pescado fresco en Tenochtitlán, acarreado por corredores frenéticos y devotos desde la costa. Al otro lado del mundo, la batalla de Maratón se decidió por un soldado que corrió 42 kilómetros con el único propósito de alertar a las tropas griegas del enfrentamiento contra los persas. Luego, murió.
Antes de la dominación de las bestias y la construcción de las máquinas, dependíamos exclusivamente de la fortaleza de nuestras piernas. Sólo a través de éstas, podíamos trascender los escenarios y cumplir los apuros.
Con el advenimiento de los aviones y de los coches y hasta de aparatos recientes inventados para caminar deprisa, correr parece una actividad “demodé”, exclusiva para los tarahumaras o los competidores olímpicos.
Sin embargo, los anhelos sanitarios de las últimas décadas han convertido el acto de correr en una costumbre emblemática que compite con las caminadoras eléctricas (el beneficio es el mismo para quien la prisión autoimpuesta no le resulta fastidiosa). Además de la tonificación de los músculos, la irrigación sanguínea y el bombeo del corazón, correr permite conocer el barrio con mayor detalle que Google Maps.
Se volvió de pronto -correr- en el sucedáneo ideal de la condición física. Las banquetas del fraccionamiento atestiguan la costumbre de los comprometidos entre los excrementos de los perros y las raíces reventadas de los árboles indomeñables.
Amerita un uniforme escrupuloso de marcas propicias cuyo precio cumple la mitad del propósito: la fe. Los kilos excedidos se embuten en Adidas con la gracia de los elefantes ataviados en el circo. Dos cuadras son el promedio para el “dolor de caballo” entre quienes aún no han adquirido el hábito. La constancia demuestra que se trata de un ejercicio apropiado para escurrir la grasa y reconocer el entorno. Sólo la práctica religiosa y la desmañanada perversa garantizan la intención. Pero no el riesgo de infarto en un corazón resuelto al sedentarismo y la inactividad.
Correr con oportunidad en el momento preciso, además, cumple a cabalidad el aforismo popular de “más vale aquí corrió que aquí murió”, cediendo la valentía para mejores ideales.
El sudor se asocia con la aceleración rítmica de las piernas en la proporción benéfica del destilamiento y expulsión de las toxinas. Las ideas se despejan y el humor se suaviza.
Las únicas infoncormes son las rodillas.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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