Consejos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Todos tienen un consejo oportuno para dar a los demás. La tía con seis hijos aconseja métodos preventivos a la joven que no desea compromisos parentales. El abuelo, al nieto; el niño al amigo y el ex futbolista fracasado al que quiere ser campeón goleador.
Nadie escapa a una recomendación. Se reparten consejos como estornudos: intempestivos, inoportunos, imprevistos.
Los consejeros especializados cobran lo que no merecen por sugerir lo que no se necesita.
Hay psicólogos que darían consejos gratuitos si no fuera mal visto por el gremio. Los curas lo hacen por la obediencia de su fe y las madres, por la naturaleza de la especie.
Los consejos que no se piden son los únicos desinteresados y los únicos que no se siguen. Hasta molestan. Tienen un tono de entrometidos.
Existen consejeros empresariales que inclinan posturas conservadoras para no equivocarse. Algo parecido ocurre con los consejeros matrimoniales. En ambos casos, sus creencias ideológicas limitan el tino de sus opiniones. No existen consejos libres de interés o no se ofrecerían con la frecuencia con que se emiten.
El oráculo de Delfos profería consejos cifrados (“conócete a ti mismo”) para los que se requería como cualidad indispensable la honestidad del espíritu. Sócrates, se dice, lo aludía con frecuencia y lo obedecía con pulcritud.
Las cartomancianas y dadoras de hechizos imparten consejos tan acertados como la cuantía económica de su retribución.
Casi nunca se obedecen los consejos. Se recuerdan y se citan pero no se siguen. Los más memorables se escriben en verso con la finalidad de favorecer la mnemotecnia moral de su omisión: “a donde fueres, haz lo que vieres”. El modo imperativo los dota de obligación y provoca culpa. “Haz el bien y no mires a quién”.
Los consejos son recomenaciones escrupulosas que permiten localizar nuevos rumbos: los de la conveniencia profana.
Nuestra lengua está poblada de una larga tradición de “consejas” y fábulas con moraleja, dispuestas para la haraganía ética o el humanismo didáctico.
El mejor consejo es el que se queda en los labios, sin fonemas. El que se obvia al punto de no tener que proferirse. El aconsejado lo entiende con la mirada y opta por una contrición secretamente juiciosa.
Los maestros aconsejan contenidos que los educandos aprecian cuando ya no son aprendices.
Los consejos son dardos envenenados que se esquivan con el orgullo del albedrío y de la edad. El mejor es el que se repite muchos años después desde el modo subjuntivo del verbo: si hubiera. Cuando ya no hay remedio. El consejo flota en una bruma tibia, como una posibilidad desatendida.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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