Clásicos

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Lo “clásico” en México se refiere a un partido de futbol. En realidad, a muchos: existe el clásico nacional (Chivas-América), el tapatío (Chivas-Atlas), el regiomontano (Tigres-Rayados)… Y otros que la televisión ha patrocinado para beneplácito de los fanáticos y por justificar sus negocios colaterales. Está el clásico “joven” (América-Cruz Azul), el capitalino (América-Pumas), etcétera. Como al aficionado no le resulta suficiente, el clásico futbolero también incluye la rivalidad entre naciones: México-EE.UU. por la confirmación de la hegemonía de la región o México-Costa Rica por la disputa de la calidad de sus practicantes.
Pronto convertiremos en clásicos los partidos contra Argentina y Brasil y, ya entrados en gastos, también contra Alemania e Italia. Por qué no.
La connotación del adjetivo refiere una rivalidad a prueba del honor. Se trata de un partido que, aún no significando la conquista de una copa, perderlo representa una ignominia.
Casi siempre los clásicos se fundamentan en una leyenda: el equipo que arrebató un triunfo cantado, como el América al Cruz Azul con el gol del portero al minuto 90 para ganar el campeonato. O aquél donde el Tubo Gómez se puso a leer una revista recargado en los postes de su meta mientras sus compañeros entretenían a los rivales al otro lado de la cancha. Los clásicos se juegan en la memoria.
El clásico de Concacaf, contra EE. UU., se basa en la costumbre de perder en torneos decisivos (Copas de Oro, un Mundial) a pesar de contar con jugadores más talentosos y con una tradición futbolera mucho más honda. Para los gringos, el futbol es otro pretexto para granar, lo mismo que la gimnasia o el ping-pong. Para los mexicanos, la razón de vivir o de morir.
En Argentina el clásico Boca-Ríver supone reyertas donde lo perdido son los ojos de los hinchas sacados a navajazos por los contrincantes. Las mujeres y los niños sólo asisten a los palcos. Lo demás es zona de guerra. En España, Barcelona-Real Madrid es una disputa ideológica y nacionalista: la república contra la monarquía, el fascismo blanco contra la libertad provincial.
El Chivas-América goza de fama inmerecida. Ni los azulcremas son los que mejor pagan ni los rojiblancos son los que mejor juegan. Se trata de una rivalidad chovinista: la mexicanidad ultrajada contra la extranjería favorecida. Por adición, representa una búsqueda de identidad nacional: lo mexicano es continuidad de una tradición europea (hablamos una lengua latina) o bien la idealización de un mestizaje no asumido del todo.
Comoquiera, un clásico siempre queda a deber. A la hora del combate deportivo se prioriza la casta, el resguardo de la raza, el puñetazo sin que el árbitro lo advierta. Lo más memorable son las broncas épicas en las que el masajista propina el cubetazo más certero al “crack” del otro equipo. Tolán se recuerda más por su inclusión a una bronca contra el América que por su fricción de milagro con que restituía los desgarros.
Igual que ese ungüento patentado, los clásicos reviven pasiones. Nos recuerdan lo que odiamos y así, por descarte, replanteamos nuestras propias convicciones. El futbol es una representación escénica donde los errores nos resumen otra vez humanos.
El verdadero clásico debería ser un partido entre Grecia y Turquía donde los primeros ganen y los últimos desaparezcan de la historia. Así las cosas, un Italia-Grecia sería el verdadero clásico joven: los latinos ganarían pero las reglas y los protocolos se inclinarían hacia los helenos. Un premio de consolación inútil y actualizado.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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