Chiles

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Por una costumbre heredada de los primeros conquistadores de Mesoamérica, los mexicanos somos aficionados al chile.
Nos gusta en todas sus presentaciones. En escabeche y seco, crudo y asado, en polvo y en salsa de jitomate. Nos gusta relleno y así solo. Lo consumimos en casi todo: en carnes rojas y blancas y en verduras y frutas y hasta en bebidas como la sangrita o el clamato…
El chile magnifica el sabor de los alimentos. La medida correcta está en la tolerancia de quien lo consume; poco, no sabe a chile; mucho, no sabe a otra cosa que no sea chile. No admite concesiones ni limitantes. Si no pica, mejor no comerlo.
El chile provoca lágrimas. También una lengua escaldada y un paladar adormecido. El chile distiende sus efectos, incluso mucho después de haberlo deglutido, en forma de agruras, de lagañas y ojos irritados, de úlceras y de diarreas.
El origen de su degustación masoquista acaso se remonte a la carencia o a la constricción de la diversidad alimentaria. El maíz y los frijoles lo admiten mejor que nada. Quizá con eso bastara en situaciones donde no había otra cosa. Un taco de frijoles con mucho chile disipa el hambre y la conciencia.
Según versiones de cronistas de prestigio incierto, los aztecas recurrían al chile como elemento de castigo: los asaban y obligaban a los niños a respirarlo. Después de tal experiencia, la guerra florida resultaría un pasatiempo menor. El desmembramiento de la Coyolxauhqui perpetrado por su hermano Huitzilopochtli sólo es explicable en una sociedad capaz de comer dinamita.
Ni la Conquista pudo erradicar el hábito. Los latigazos del Evangelio originaron un sincretismo que dejó su constancia cultural en los chiles en nogada, las enchiladas con queso y crema y las tortas ahogadas, por mencionar algunas suculencias criollas.
Con el tequila y el jitomate, el chile promete esofagitis y reflexiones profundas acerca de la gastronomía nacional. El mexicano es un ser desafecto al terciopelo y la dulzura. Arrimado, más bien, al escozor y la rozadura, carga con el mecapán de la violencia y la miseria con dignidad guadalupana.
Entre nosotros, el chile es bálsamo para restañar las heridas, ungüento contra los vampiros y promesa de serenidad eterna. Después de un habanero en taco de cochinita pibil, el infierno debe ser Disneylandia. No se admiten medios chiles.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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