Chats

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Los chats son una depurada forma de la intromisión. Gracias a su inoportuna implementación, estamos disponibles todo el tiempo para todos. La vida privada se ha convertido en el lujo de los eremitas.
Existen chats laborales, familiares y recreativos. Nadie que tenga un vínculo común por algo –por lo que sea– puede evitarlos. Su omisión es causa de sospecha que merece atención psiquiátrica o lectura concienzuda de libros de autoayuda. Es un recurso de la socialización; en algunos casos, el único.
Lo correcto es recibir una invitación para unirse a un chat. Lo corriente es la inclusión sin consulta. Una vez dentro, el jefe tiene potestad para hacerse una idea precisa de sus empleados a partir del estado que ahí se exhibe: la imagen y la leyenda; y por la rapidez y la manera de responder sus mensajes arbitrarios a las 6 de la mañana.
Cuando se trata de la familia, los chats son el termómetro del rencor con que los miembros establecen sus relaciones. Quienes están dentro pero no participan envían un permanente mensaje de su desprecio. Sólo responden “gracias” en su cumpleaños y “no puedo” si alguien los invita a festejarlo.
Las palomitas azules de los chats son la mirilla con que se observa a través de una puerta cerrada. Si la función está habilitada, también envían un mensaje matemático: dejar “en visto” significa “sé lo que dices pero no te quiero contestar”. La consecuencia es el bloqueo mutuo y la existencia indefinida de un chat en el que nadie más participa.
Los chats obedecen a convenciones. Sólo por el hecho de ser parte de alguno, una persona obtiene definiciones. Estar en un chat de perros expresa que los miembros son canófilos, tienen mascota y están solos. Pertenecer a uno de la policía significa que se leyeron muchos libros de Simenon o que se es fotógrafo de nota roja.
Los peores son los chats de ex alumnos de la secundaria. Hace 40 años que los viejos compañeros no se ven ni tienen nada en común, salvo el origen de sus complejos. Ahí, los entusiastas explayan su rencor hacia el “Lechero”, don Mele, el “Pitufo” o el “Mago de los sueños”. Se refieren anécdotas que nadie recuerda y se programan comidas a las que nadie asiste. Pero evitan salir del chat por nostalgia o por la morbosidad de enterarse quién fue el último que murió de un infarto.
Todos caen en la tentación de enviar al grupo un emoticono o un video oportuno que otro interpretará como gracioso, otro como un insulto y alguien más como estúpido. Entonces el administrador reprende a los participantes y recalca la razón de ser del chat: interrumpir la privacidad y restringir la libertad a un empleo, un apellido o la simpatía por el ajedrez.
Los chats representan la identidad de una persona. Los lindes de su cosmovisión y el cumplimiento paulatino y constante de una pequeña condena.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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