Bodas

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Quienes deciden casarse se resignan a costear una fiesta que otros disfrutarán mientras ellos dudan si la decisión fue la correcta. Protagonizan una ceremonia que alista a sus familiares en una guerra de miradas y ternura con jiribilla en la que coincidirán esa y dos veces más. Bastarán para el lamento y la diatriba.
Los invitados a una boda son testigos obligatorios de un amor que no les consta y una elegancia que no necesariamente disfrutan. Es una ocasión para disimular la panza y estirar la espalda. Las mujeres en plataformas parecen más altas y los hombres con gel fingen más pelo. Sufragan su presencia con un traje nuevo, un escote oportuno, una sonrisa franca. El brindis es sincero; el temple, impostado; la gastritis, consecuente con el fajor de la silueta.
Las bodas se nutren con amigos que no siempre son, pero serán gracias a ese día en común, esa cumbia pertinente, esa crepa endulzada en cognac.
Casarse es un acto de fe donde los novios sostienen una promesa de difícil cumplimiento frente a familiares y desconocidos que requieren ver para creer: unos para tirar buenas vibras; otros sólo para dudarlo.
En el mito platónico, los humanos somos seres inconclusos en busca de complemento. Bajo el canon contemporáneo, la boda no es un desenlace sino un cáliz que se bebe sin convicciones; no falta quien se empine más de uno y nunca encuentre su mitad. La boda supone un encuentro, una fusión entre dos almas.
Todo obsta. La elección de un lado de la cama y el color de las toallas. El ronquido, los desvelos y los fastidios. El matrimonio es una sociedad donde el cincuenta por ciento suele estar en desacuerdo con lo elemental. Los acuerdos procrean descendientes. En una pareja hay dos o tres. A veces, ninguno.
También es un contrato para envejecer en compañía y eso la justifica. Si es una promesa, sólo se cumple con dudas y convicciones. Con un afecto que no se confiesa y un temor de pérdida que es preferible no invocar.
En las bodas se lanza un ramo, se toman fotos, se sale tarde. Bien valen una misa. Un cura y un baile. La albura y el velo. Los votos y los aplausos.
A solas, los esposos comenzarán a preguntarse por qué. Les llevará una vida conocerse y una muerte aprender a olvidarse.
El fruto de ese olvido es la civilización.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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