Arañas

 en Jorge Valencia Munguía

Jorge Valencia*

Gabilondo Soler imaginó a la araña al fondo de un barril desvencijado, como una consumada expositora de tango, bailando “con maña pa’ delante y para atrás”.
Prefiere ciertamente la oscuridad, en donde urde trampas de seda para capturar el alimento. En su preparación gastronómica emula a los hombres, quienes prescinden del hambre maquinando soluciones para garantizar su saciedad futura. Lo mismo que las hormigas y los heliogábalos neoliberales.
A alguien se le ocurrió incluirlas en la noche de brujas. Junto a calabazas de espanto y monstruos de dos cabezas, las arañas ofrecen tejeduras excesivas y miradas de láser rojo con que anuncian la consecuencia del desvelo. “La noche como rifa prodigiosa”, dice José Joaquín Blanco.
Aunque no todas malician su ponzoña (algunas son tan mansas como los osos de felpa), gozan de una mala fama endémica que bien justifica una fobia. Difundida quizá por la timidez de ellas mismas o por la poesía de los psiquiatras. En realidad, simpatizan con la soledad y el anonimato y nos obsequian la omisión de la insidia de los mosquitos, manjar que devoran con la misma crueldad con que nosotros las vacas.
Recorren el mundo bajo ocho posibilidades motrices. Miran lo mismo con ojos múltiples y esperan con paciencia el transcurso de la vida en rincón desaluzado.
Todos tenemos una araña bajo el bote de la basura. En una maceta olvidada o en la cercana lejanía del techo. Ahí se preña y difunde como un mensaje de esperanza. Aferrada a la vida con discreción y suficiencia, puebla el porvenir con su especie.
De lejos parecen manos. Aferradas a las paredes con patas como dedos, acarician el estuco con delicadeza y asombro. Sobeteando, se diría, la tibieza del hogar preferido. Valorando aún la conveniencia con que nos eligen para radicar. Somos, en rigor, la persistencia de cada araña.
Cumplen el destino de una chancla, precio con que pagan su aventura exhibicionista cuando se aburren de estar solas.
A diferencia de las cucarachas, las arañas son gráciles y hasta sensuales. Se balancean como si tocaran el piano, con melodías de embeleso.
Han evolucionado con nosotros. Las llevamos bajo la piel cuando los calosfríos y el temor existencial. Son de buena suerte; una araña oportuna nos recuerda refinadamente nuestro lugar en el mundo: el susto, la sobrevivencia.
Excepto las tarántulas, las arañas tienen el tamaño preciso. La prudencia necesaria y la insignificancia suficiente para permitirnos dormir en paz. Mientras, nos vigilan con cariño y lástima. Como una madre abnegada.

*Director académico del Colegio SuBiré. jvalenci@subire.mx

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